Más Tolstoi, porque nunca es tarde para aprender a montar en bicicleta

Al día siguiente me desperté tarde, como de costumbre cuando viajo. Me quedé un ratito en la cama para paladear el recuerdo de la noche anterior y, cuando el hambre venció a la pereza, me marché de nuevo a la plaza Roja. Ni qué decir tiene que las sensaciones fueron muy distintas. Primero añadí Lenin a mi colección de momias célebres, menos impactante no obstante que las de los dos dictadores norcoreanos, pero mucho más influyente en el devenir del siglo XX. Me quedé tan pasmado viendo esa pequeña figura que uno de los guardias tuvo que venir a darme una nada amistosa palmadita en la la espalda para pedirme que circulara. Circulé y volví a mi querida catedral que, como tantas otras cosas bellas, lucía menos bella por la mañana que la noche anterior…

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Me gustó muchísimo por dentro y, como es pequeñita, pude escuchar un coro muy bonito en la primera planta mientras yo paseaba risueño por la segunda. Al acabar me fui al interior del Kremlin. Allí tenía una cita en la Catedral del Arcángel con Teodoro III, mi Zar favorito. Como tuvo una infancia de salud delicada mostró desde niño más inclinación al arte y a las letras que a las batallitas. Murió a los veinte años y reinó cinco. Sacad cuentas. Fui directo a su tumba. No había nadie en ella porque la mayoría de la gente suele preferir las tumbas de los ivanes terribles de este mundo. Os dejo un documental sobre su vida. Y si os veis toda esta estupenda serie mejoraréis vuestro inglés y aprenderéis mucho sobre los Romanov y sus más de 304 años de dinastía. Ah, esa corona que veis en el enlace del vídeo se puede ver en el Kremlin, tiene 4.936 diamantes y la usaban los zares para… bueno, mejor veis la serie 😉

Cuando acabé con el Kremlin me dirigí a uno de los lugares más deseados de mi visita a Moscú: la casa de Tolstoi. La más conocida y hoy convertida en museo es la de Yasnaya Polyana, a unos 200 km de Moscú. Ante la insistencia de su esposa Sofía, mi buen amigo compró esta casita y toda la familia venía a pasar en ella los inviernos. Me hizo tanta ilusión verla… Cuando llegué ya anochecía y no había nadie. Caída del día, invierno de Moscú, y llegada a la casa de Tolstoi. Gran momento…

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No me dio la impresión de que fuera un lugar muy visitado. Eso sí, constaba de nada más y nada menos que seis señoras bien entradas en años que se encargaban de la atención al visitante. Les dije con los ojos que era feliz y me miraron divertidas. Me calcé sendas fundas para mis botas y me deslicé en soledad por cada rincón de la casa. Antes de enseñárosla me gustaría que le tomarais cariño al personaje. Tranquilos, no me voy a enrollar. A veces, pocas, sólo hace falta una pequeña anécdota para conocer y querer a una persona: Leo aprendió a montar en bicicleta a los 67 años. El autor de Guerra y Paz, de Anna Karenina, consejero de Gandhi y celebridad mundial… tambaleándose divertido encima de una bici fabricada por él mismo. Ya os cae un poco mejor, seguro 😉

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Es ese del rincón, el de la barba más blanca que nunca. Ahí jugaba al ajedrez con su amigo Gorky. Y aquí debajo su escritorio. Me apoyé en la puerta y estuve mirando esa mesa un buen rato, hasta que una de las seis fantásticas me gritó desde la cocina que iban a cerrar…

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Ya era de noche. Aún me di una vueltecita por el jardín. Después le di las gracias a mi ciclista favorito y me marché por donde había venido. Todavía me quedaba otro gran momento aquel día.

A las nueve de esa noche había quedado con Katerina, muchacha que conocí en internet y que se ofreció amablemente a enseñarme la ciudad. Por si no había tenido suficiente literatura aquel día me ofreció quedar en el monumento a Pushkin. Nada que empiece con Pushkin puede ir mal, así que diez minutos antes de la hora acordada yo sonreía mirando esto…

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…hasta que escuché un “hola” detrás de mí que me hizo girar más sonriente todavía. Deleitado ante tanta belleza acerté a decir un “has venido”, a lo que cómplice contestó “no podía perderme a un español que vive en Hong Kong” Se lo agradecí porque se la veía un poquito enferma. “No es nada, no es nada. ¿Te gusta fumar shisha?” Me pareció muy literario conversar con la literaria Katerina entre nubes de anécdotas, así que complacido accedí. Comenzamos el paseo y dejamos atrás a Pushkin, al que me pareció verle la misma sonrisa que al guardia de la plaza Roja la noche anterior. Abandonamos la avenida principal y nos sumergimos en un laberinto de callejuelas hasta que llegamos a un lúgubre portal digno del mejor Dickens. Katerina llamó a la puerta sin mirarme y mi gran imaginación para la tragedia me aseguró que de ahí iban a salir dos rusos de dos metros de alto por dos de ancho para hacerse cargo de mis dos riñones mientras mi acompañante y sus dos colmillos brillaban sonrientes de placer. Pero la puerta se abrió y, un pasillito y medio más tarde, yo me hallaba en modo persa inhalando y exhalando recuerdos en una especie de Chicago de los años veinte…

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Conversamos y conversamos, y cuando parecía que nos cansábamos de conversar, fumábamos un poco más y seguíamos conversando. El humo barnizaba el momento de sueño y mística. Dos shishas después nos volvimos a sumergir en las esta vez más que nunca oníricas calles de Moscú. Dos largos abrazos y ella y su enfermedad se sumergieron en el metro tal vez para siempre, y yo me fui a seguir paseando. Y volví a pasar a despedirme del señor Pushkin y a darle las gracias. Había sido un gran día y a la mañana siguiente me esperaba un melancólico viaje en tren a San Petesburgo a través de la estepa nevada. Allí me esperaba otra Katerina, un poco más grande, con su palacio, sus ratones,  su colección de arte, y un monje medio loco con nombre de hit musical…

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Un comentario Agrega el tuyo

  1. Teresa dice:

    Como escribes hijo mio…………y pienso las ventajas q tiene viajar solo.

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